Dulce ejemplo de la sencillez y armonía de la cultura japonesa, pequeñas dosis de una bella y artificiosa ‘orfebrería’ culinaria… Todo eso y más es wagashi, que se muestra a nuestros ojos con suma belleza, gran colorido y bajo sugerentes formas; y a nuestro paladar, con un suave y curioso sabor dulce distinto al occidental. Servido durante la ceremonia del té, esta milenaria ‘repostería’ japonesa, elaborada con elementos naturales, principalmente vegetales; es una colosal forma de presentar el arte culinario en miniatura.
El wagashi, antaño considerado como un regalo entre samuráis, ofrece una gran versatilidad sobre todo en su aspecto estético, si bien no tanto en su interior, ya que sus elementos básicos se reiteran en cualquiera de sus formas. Con menos aporte calórico que los dulces de la dieta mediterránea y anglosajona, esta confitería oriental fusiona en sus pequeños formatos originalidad y naturalidad.
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Sus ingredientes básicos reflejan igualmente la tradición alimentaria japonesa ya que se realiza con mochi (pastel de arroz glutinoso), anko (pasta endulzada de judías azuki bien como relleno o para el exterior) y kanten, básico para la gelificación y realizado con algas marinas, una característica habitual en dulces japoneses tradicionales. Además, la fruta, el huevo, el azúcar e incluso las flores son otros elementos muy presentes en estas representaciones gastronómicas.
La combinación de todos estos elementos es la que le dota de esta versatilidad característica. Ofrece distintas formas, preparaciones, sabores y colores que dan lugar a una vasta muestra de pequeñas joyas de dulces y delicadas. Su sabor no suele buscar compañías estridentes puesto que dominaría el sabor y presencia del propio té a quien homenajea, sin embargo, últimamente algunas recetas modernizadas e influenciadas al estilo occidental han incorporado también licores y esencias para un estilo más innovador.
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Muchos son los tipos de wagashi según la combinación de los elementos. Por ejemplo, el yokan está realizado a base de gelatina y a menudo es mostrado en forma de bloques, mientras que el higashi se realiza con una pasta seca de harina de trigo. Podemos encontrar el namagashi hecho con jaleas de frutas y azuki así como el monaka con un relleno de azuki pero emparedado entre dos barquillos delgados y crujientes con base de mochi.
Como una pequeña muestra de esta belleza equilibrada mostrada a modo de pequeñas esculturas culinarias, encontramos el comúnmente denominado, bajo influencia anglosajona, Sakura Jelly, una expresión en miniatura de la admiración japonesa a los cerezos. Ésta tiene su momento de apogeo en el Hanami, la fiesta de la contemplación de esta especie, sakura en japoné, y se configura como uno de los acontecimientos más esperados de Japón. Durante el breve tiempo en el que los cerezos se cubren de flores para anunciar el fin del invierno, los japoneses se reúnen bajo sus ramas para hacer un picnic mientras disfrutan del bello y colorido paisaje.
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Es precisamente la flor de sakura, que tiene una duración de diez días aproximadamente, la protagonista de este delicado postre. En él, su belleza es exaltada al máximo apogeo gracias a una envoltura transparente. Este hermoso ‘encierro’ – realizado con kanten o agar-agar- deja claro que no hace falta ningún artificio para mostrar la sencilla hermosura de la flor de sakura, flor también comestible, como ya os hemos mostrado otras veces.
Presentado con una base de mousse de cerezas, con tarta de queso o bien a modo de esfera, este dulce es un pequeño reflejo de la gran belleza que se encierra en estas pequeñas y dulces joyas culinarias.
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