Hemos abierto el quinto día de festival con la mejor película con la que podíamos hacerlo.
Es imposible pasar de puntillas ante lo que es Youth, ante lo que significa, ante lo que plantea, y también ante la forma en que lo plantea. Como es habitual, Sorrentino presenta una imagen potentísima, unos encuadres perfectamente milimetrados, una fotografía exquisita, todo ello conforman los elementos de un todo prácticamente perfecto, idílico al menos en la apariencia: ese balneario en los Alpes Suizos donde se dan cita los protagonistas de su película. Youth se mueve entre el efectismo de la imagen preciosista y la imperfección de los unos personajes protagonistas apáticos, perdidos. Y así, entre diálogos verdaderos y situaciones entre lo cómico y anodino, el combo ganador del director nos la vuelve a jugar y esta vez va directo al alma.
Paolo Sorrentino es un gran explorador del paso del tiempo. Ya lo vimos en La Grande Bellezza, y lo hemos vuelto a vivir en una versión más cruda en Youth. El director sigue explorando su visión de la decadencia y de la pérdida (desde la pérdida de la juventud, hasta la de un ser querido o hasta la pérdida de la propia memoria). Decadencia y pérdida, dos conceptos ligados a esa juventud que da título a su nueva película. Michael Caine da vida a un compositor de orquesta ya retirado que pasa sus días en un balneario de lujo en la montaña. El lugar es todo lo idílico que podría ser, tanto por su situación como por sus cuidados, así que allí, además de acudir personas ya retiradas, acuden todo tipo de personajes de las altas esferas –esos por los que parece que el tiempo jamás pasa- en busca de simple descanso o de inspiración, como es el caso del personaje interpretado por Harvey Keitel, un director de cine algo cascado, con porrones de películas exitosas a sus espaldas y, sin embargo, con un grupo de jóvenes guionistas bajo el brazo para ayudarle escribir su nuevo exitazo cinematográfico. Ambos hombres comparten sus días en el balneario, además de sus alegrías (porque las tristezas no se cuentan entre amigos), resulta que también son consuegros y además de todo eso, comparten cierta apatía hacia la vida, o al menos hacia lo que les quede de ella. Ambos personajes se encuentran en ese último tramo de sus vidas, el final, el tramo en el que ven pasar los días y sus vidas se resumen con poco, si es que acaso son capaces de recordar algo de ellas.
El director napolitano ha decidido pasar de los dobles sentidos y esta vez ha ido directo. Posiblemente el escenario escogido para ello sea excesivamente pomposo, razón de ser para que el directo exponga el sentido que para él tiene la juventud: belleza, vida. Desde aquellos Alpes suizos hasta el pasado más lejano de Fred Ballinger (M.Caine), Sorrentino repite su discurso acerca de los arrepentimientos y de las decisiones tomadas en el pasado. En Youth se habla de la juventud como una distancia corta, tan corta como que sólo se es capaz de asimilarla cuando ya no la tienes encima y tan corta como que en realidad depende no del paso del tiempo, sino del estado de ánimo, a lo que cada uno se lleve consigo de cada momento vivido. Pese al pesimismo que inunda el relato, Sorrentino deja una puerta abierta, en esa última secuencia en la que hemos de asumir que sí se puede superar el pasado, sí se puede mejorar y sí se puede ser feliz, siendo poseedores de la preciada juventud, o no.
Y tras la sorpresa de Youth nos topamos con una película australiana con estrellazas en el cartel y poco más. Con Strangerland, Kim Farrant nos presenta un drama que también alude a la pérdida como mal desencadenante del desequilibrio familiar. Nicole Kidman y Joseph Fiennes encabeza un reparto con unas interpretaciones bastante solventes y que son casi lo único que sostiene a una película que si bien tiene cosas muy positivas, termina por deambular entre lo increíble y lo vergonzoso en algunas secuencias. La película tiene un buen potencial pero que se ha desaprovechado. Strangerland acaba siendo un telefilm de manual que da para el aprobado, y poco más. Pero lo que más pena nos da de todo: su fotografía, totalmente desaprovechada, con todo lo que tiene para dar la aridez australiana.
Pero Sitges te da lo mismo que te quita, y tras la pseudo-decepción de Strangerland tuvimos que toparnos con Endorphine, que nos despertó del todo el cerebro. El interesantísimo relato de André Turpin sobre el tiempo y su linealidad es sin duda una de las sorpresas del festival. Ya nos avisaba el director durante la presentación de la película de que era mejor tomársela como una experiencia, como un sueño, dejar que te inundase y disfrutarla. Lo cierto es que la onírica propuesta nos ha tenido 90 minutos descolocados y es siempre es bien.
Continuando con la buena letra del día, aterrizamos en la sala para ver lo nuevo de Hou Hsiao Hsien: The Assassin. Algunos entraron en la sala pensando que iban a ver mamporrazos a diestro y siniestro, y se dieron de bruces contra la realidad con el primer plano de la película: dos burros durante un minuto más o menos. The Assassin no es una película fácil, no es por supuesto para un público mayoritario, pero bien es cierto que relata virtuosamente la historia de su asesina protagonista, Yinning, a la que le encargan secretamente acabar con una vida. Pero Yinning, además de asesina tiene unos códigos morales a los que tendrá que responder. Hou Hsiao Hsien ha hecho de su película algo absolutamente impactante, espectacular y totalmente abrumador. El uso que el director hace del color y el aprovechamiento de los espacios naturales es con diferencia lo mejor que vamos a ver en todo el festival, a nivel de fotografía estamos seguros.
Otra película que no es para todos los públicos y que fue nuestro último visionado del día: Cemetery of Splendour, de Apichatpong, que en dos horas de metraje mezcla sueños, con realidad con crítica política y se queda tan ancho. La película a pesar de todos sus silencios –que son muchos- aporta risas (de verdad) y si esto o la vida que desprenden todos sus personajes no basta para apreciarla, definitivamente debemos recomendar que se haga un esfuerzo por atender a otras pequeñas grandes cosas, pues la película tiene un plano final tan demoledor que desmontaría a la propia grúa que en él aparece.