Sé que no está acostumbrado el lector a tales reflexiones en Malatinta, pero en esta semana donde la identidad sexual está más presente que nunca, déjenme que comience este primer artículo que hago totalmente de opinión con dos afirmaciones mastodónticas: la primera es que… la vida no es fácil. Y sí, me quedo tan ancha al soltar esta conclusión clarísima ante los problemas que a uno se le presentan con el cambiante devenir del día a día. Es cierto, y todos lo sabemos, que la vida te da tan prono como te quita, que hay problemas que sortear, soluciones que buscar y situaciones que no tienen solución a priori, aunque personalmente soy de las que piensa que, tarde o temprano, todo pasa.

La segunda afirmación pensarán que no tiene nada que ver con la primera. Y es que el cine, mucho más que para entretener, está para enseñar. También soy de las que piensa que las películas llegan en el momento preciso. Y en sí mismas, nos llegan a todos y cada uno de nosotros de una manera diferente, ya sea por el momento personal en que nos encontramos, o por lo que hayamos pasado anteriormente en nuestras vidas. Pero siempre, al menos para mi, el cine que vemos, el cine que elegimos ver, traspasa el campo de lo visual para convertirse en algo más personal que nos llena o nos atrapa a cada uno por una razón en especial. Al menos una servidora entiende el cine de esta manera.

Es una semana en la que me apetece hacer una reflexión acerca del cine que he venido viendo en estos últimos meses. No creo que sean modas, simplemente estoy empezando a comprobar lo que hace años que vengo pensando: que hay un colectivo de autores que hacen cine para ellos. Y si le gusta a alguien más, pues estupendo. Es cierto que la máxima de “vender” es algo implícito en una película; sí, hay que recuperar el dinero invertido. Pero creo que últimamente prima más el “hacer por hacer” del autor, el “lo que yo quiero contar” del guionista, que el “vender por vender”. Y esto es algo bueno, muy bueno. Me explico.

A lo largo de toda mi vida cinéfila (¡que no es tan extensa!) he sacado varias conclusiones, para mí, universales. Máximas extraídas de películas totalmente diferentes entre sí pero que a mí me han llegado de la misma manera, se han filtrado por la misma vía y han causado el mismo efecto en mi; cada una con sus matices, obviamente.

Una de estas máximas, con la que titularé el artículo, es que NADIE ES ALGO AL 100%. No. Somos un poco de todo. Sólo un objeto sin vida puede llegar a ser 100% algo. Nosotros, como personas, sentimos, nos movemos, vivimos, evolucionamos, pensamos, soñamos, tenemos aspiraciones, conocemos gente nueva; y aunque estemos en el momento más aburrido de nuestras vidas, lo cierto es que estamos en constante cambio porque, aunque nosotros no nos movamos (o nos lo parezca), todo nuestro alrededor sí se mueve y nos guste o no, eso también nos hace sentir, movernos, vivir, evolucionar, pensar, soñar, tener aspiraciones y conocer gente nueva.

Nadie es algo al 100%, eso seguro. Podemos ser 50% una cosa y 50% otra. Podemos ser 20% una cosa y 80% otra. Incluso podemos ser 99% una cosa y 1% otra, pero NUNCA 100%. El todo o nada ni existe, ni existirá nunca. Fíjense si la cuestión es preocupante, que por no existir no existe ni siquiera en la religión. Bien claro lo deja Pawel Pawlikowski en Ida, una de las películas de este pasado 2013 que imprime con más fuerza esta idea de que nadie puede afirmar ser algo totalmente. Ida  es una declaración de principios que ofrece una visión de la vida que va mucho más allá de lo convencional, y ojo, porque la protagonista es ni más ni menos que una monja… judía. Su guión se filma en blanco y negro, en 4:3, y con una de las cámaras más fijas de todo el año 2013. Los encuadres pueden ser los más abiertos y con más aire que yo he visto en  la vida y, sin embargo, todo eso la hace poseedora de una de las mejores fotografías (tanto social como técnicamente) de todo el año pasado. Ida es el viaje de una mujer que creía ser algo, un algo que se ve desmoronado por la búsqueda de un origen. La premisa es bastante sencilla si tenemos en cuenta que como seres humanos la curiosidad es algo innato en nosotros. Y el origen quizás da miedo, pero lo cierto es que rara vez se puede dejar de buscar.

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Otro ejemplo de esa búsqueda personal es la que expone Guillaume Gallienne en Guillaume y los chicos a la mesa, película cuya temática les aseguro que es bien distinta a la de Ida pero de la que se puede sacar una lectura muy parecida. Fuera de todo pronóstico, Guillaume Gallienne consigue hacernos a todos ser un poco Guillaume, o quizá solo consiga destapar esa verdad universal que todos sabemos y que pocos dejan que salga a la luz, de nuevo: que nadie es 100% nada. Además Gallienne, muy inteligentemente, consigue despistarnos y hacernos creer lo que parece una afirmación total. El espectador se dará de bruces con el final de la película, que es una total lección de humildad y de equivocados prejuicios sociales que por desgracia todos tenemos cuando alguien rompe las reglas de lo convencional.

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Aunque, cuando se habla de romper convencionalismos, el rey sin duda alguna (al menos del último cine) es el jovencísimo Xavier Dolan. Canadiense de 24 años, cuya Laurence Anyways quizá sea su mejor ejemplo de cine poco convencional. Puede serlo en la forma, pero nunca en lo narrativo. Y es que Dolan, entre otras muchas cosas, expone en esta película la problemática ante la imposición de haber nacido en un cuerpo equivocado, ante la identidad sexual y, lo que es más importante para mí: ¿podemos simplemente amar PERSONAS, sin tener que amar mujeres u hombres concretamente? La mera pregunta, hace pensar. Pero es que la respuesta de Dolan a esta pregunta es un tan rotundo que descoloca. En un contexto claramente diferente, Spike Jonze a mi humilde parecer, plantea algo similar en Her. Pero ni siquiera hablamos de amar personas aquí, sino de amar una conexión entre dos puntos, sea cual sea el origen, procedencia o materia de cada uno de los puntos.

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Con mayor o menor gracia, lo cierto es que muchas películas durante los últimos años lanzan preguntas de este tipo, preguntas al aire para quien las quiera coger, preguntas que nos hacen replantearnos quien somos o mejor dicho… cómo somos. Películas como las mencionadas antes o como el bombazo de La vida de Adèle, o la menos bombazo, Puppylove o incluso 10000 km son sólo algunas de las películas más recientes que hacen que nos pongamos en la tesitura de pregutarnos qué necesitamos realmente o quién queremos ser, en infinidad de ámbitos diferentes.

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Bajo ningún concepto tienen que ser exclusivamente películas que hablen de la búsqueda de la identidad sexual. De hecho algunas de las mencionadas anteriormente se alejan mucho de este tema. Simplemente son películas nos abren la mente, películas cuyo concepto puede ser extrapolado a muchos ámbitos, largometrajes que son nosotros, que nos hablan en primera persona, que nos hacen reflexionar, que nos remueven algo por dentro. Y como decía al principio de este artículo, eso es algo bueno. Es bueno porque todos tenemos pensamientos que nunca hemos contado, y siempre es precioso encontrar un guión que los destripa totalmente sin que tengamos la necesidad de confesarle a nadie, si no queremos, que nosotros somos ese protagonista y esa historia. En esos momentos de desesperación casi adolescente, que, no nos engañemos, todos tenemos… es precioso saber que al menos hay una persona en el mundo que piensa como tú, y es la persona que ha escrito esa película.