La fascinación que despierta Leonardo da Vinci se debe a muchos aspectos. Sus amplios conocimientos en ingeniería le convierten en precursor de muchos inventos posteriores. Su dominio del dibujo y de las técnicas pictóricas le convierte en uno de los grandes de la pintura. Y su curiosidad y dedicación hacia el resto de áreas artísticas solo hacen reseñar su inevitable calificativo de verdadero hombre del Renacimiento.

Copia de Tongerlo

Hace unos días, el diario ABC recogía una noticia muy en relación con el artista. La llamada copia de Tongerlo volvía a la actualidad para poner de relieve que la historia, como toda ciencia, se construye a base de hipótesis. Esta vez a través de un documental sobre la famosa copia, realizada por Jean-Pierre Isbouts y Christopher Heath Brown, donde intentan encontrar el posible origen y autor de la citada en cuestión. Pero, ¿por qué ese interés de intentar establecer la autoría al propio Leonardo? ¿Y qué se conoce de Leonardo?

Leonardo nació en el Castillo de Vinci, en la primavera de 1452, siendo hijo del notario florentino Pier d’Antonio di Ser Piero y de una joven sirvienta llamada Catalina di Meo. A pesar de ser hijo ilegítimo, vivió con su padre y su familia paterna, desde muy pequeño, en la casa familiar. El gusto por el arte se lo inculcó Lucía, su abuela paterna, la cual practicaba el arte de la cerámica y desde muy pronto pudo tomar contacto con los procesos artísticos en su propia casa. No obstante, Leonardo recibió una educación casi completa en su pueblo natal, que después sería multidisciplinar al entrar en el taller de Andrea Verrocchio.

La Última Cena, Santa Maria delle Grazie

Allí, el joven artista aprendería todas las artes, técnicas, ciencias y secretos de su época. Pero no contento con ello, amplió y profundizó todas aquellas que su curiosidad necesitaba satisfacer. Entre ellas, destaca su interés por la ingeniería, la cual le llevaría a experimentar en el campo de la mecánica y realizar bocetos de artilugios muy avanzados para su tiempo.

Hacia 1482 Leonardo se traslada a la ciudad de Milán. En cierto modo, el ambiente de esta ciudad está mucho más en consonancia con su carácter innovador y creativo que la ciudad de Florencia. Es durante su estancia en Milán cuando recibe el famoso encargo de decorar el refectorio del convento de Santa María delle Grazie. Ludovico Sforza, duque de Milán, requiere los servicios del artista para representar una escena bíblica muy acorde con el lugar que va a ser destinada: La Última Cena.  El fresco en cuestión representa el momento en el que Jesús anuncia a sus discípulos  que uno de ellos le va a traicionar. Las caras, gestos, poses, actitudes de cada uno de los representados reflejan la conmoción que tal noticia les debió de causar.

Para realizar esta obra Leonardo utilizó modelos naturales para retratar a cada uno de los personajes. Todavía se conservan algunos bocetos que recogen los ensayos previos a la hora de plasmar sobre el muro cada una de las imágenes. Además, la obra le sirvió como experimento para poner a prueba la resistencia del óleo sobre la pared del muro del refectorio. Realmente, Leonardo estaba más preocupado de ver los resultados de su experimento técnico que de la obra en cuestión, ya que se recoge que el artista realizaba sesiones pictóricas plenas en un día para luego descansar otros tantos días seguidos posteriores. Incluso se dice que el florentino no llegó a pedirle ninguna compensación económica por sus trabajos al duque de Milán, algo muy raro en una época donde los encargos se plasmaban en contratos cerrados a cal y canto, donde se detallaba el precio, duración de la obra e incluso el tipo de materiales y pigmentos que iba a utilizarse para su ejecución.

Mucho se ha especulado en torno a las figuras que habían sido utilizadas como modelos por el artista florentino. Es cierto que tomó sus modelos utilizando figuras del natural, es decir, personas de la vida real. Giorgio Vasari, en su obra Vidas, hace referencia a una anécdota sobre un pequeño encuentro entre el prior del monasterio y el artista, donde Leonardo le amenaza con elegirle como modelo para la figura de Judas Iscariote. Una cosa es que se inspirase en los modelos reales y otra que el artista se retratase a sí mismo en la escena, ya que se dice que la figura de Judas Tadeo es un autorretrato del artista. Hay que indicar que en aquel momento, Leonardo contaba con unos 42 años y estaba lejos de ser un anciano como el de la obra.

La verdad es que la obra resultó ser todo un ejemplo de maestría para las generaciones posteriores que no dudaban en acudir al refectorio para poder copiar los modelos y detalles que servirían para inspirar a los artistas del Cinquecento. Y es dentro de este marco donde hay que situar la copia de Tongerlo. Esta obra formaría parte de esas copias del original que se llevarían a cabo décadas después de que Leonardo acabase su fresco original. Un abad de Tongerlo adquirió la obra en torno a 1545 a la abadía de Gaillon, en Normandía. Se conoce que Leonardo estuvo residiendo en Amboise, en el castillo de Cloux cercano a la ciudad de Tours, desde 1516 hasta su muerte. No es extraño que la estancia del genio florentino llevase a muchos artistas franceses a conocer de primera mano la obra el artista en Italia. De ahí una posibilidad de la copia de Tongerlo.

Lo que sí es claro que la copia es una buena obra. Pero se duda que la mano de Leonardo la haya llevado a cabo, por múltiples aspectos. Si Leonardo hubiese realizado una copia, las figuras serían exactas a las del modelo original, cosa que no sucede con la copia de Tongerlo. Cada artista tiene un sello propio a la hora de realizar una figura: los rostros suelen ser muy parecidos entre sí (a excepción de los retratos), la forma de los ojos es muy característico o los pómulos, los volúmenes corporales… La copia de Tongerlo, para un ojo instruido, no es tan cercana a las formas de Leonardo. Por ejemplo, comparando el original cercano a la copia, la figura de Jesucristo tiene una frente mucho menos pronunciada que el de Tongerlo, la figura barbada de la derecha, Judas Tadeo, tiene una barba menos poblada y un rostro más ancho que la copia, o la expresión del rostro de San Juan que no llega a ser igual ni en la forma de bajar los párpados.

Además, no hay rastro del sfumato que hizo tan famoso al célebre artista y que sí es reconocible en obras como Santa Ana con la Virgen y el Niño. Y ese claroscuro marcado del techo de la estancia está más cercano al Manierismo que al Renacimiento, como preludio de lo que luego será el Barroco. Lo que sí ofrece la copia de Tongerlo es un acercamiento hacia cómo debía lucir el original en el siglo XVI y lo que parece es que está más en la línea de la mano y el pincel de Andrea Solari, uno de los discípulos de Leonardo, o de su escuela que del genio florentino.

El “Leonardo” de Bolonia