La historia de la pintura ha demostrado muchas veces que aquellos a los que llamaban los “antiguos” ya practicaban géneros, técnicas o utilizaban materiales que, posteriormente, se han vuelto a poner de moda. Algo así sucedió con el género de los bodegones. Muchas tumbas reales del Antiguo Egipto muestran copiosas comidas decorando sus muros, con una finalidad totalmente ritualista, y no hay que olvidar las aquellos maravillosos bodegones que aparecieron tras excavar ciudades romanas como Pompeya o Herculano sobre las paredes de muchas villas señoriales. No cabe duda que la palabra bodegón sitúa a cualquier aficionado al arte en el siglo XVII y XVIII, momento en el que se hicieron plenamente populares. Sólo basta mencionar autores como Sánchez Cotán, Zurbarán, Luis Meléndez o Arellano para hacerse una idea de la fama que alcanzaron.

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La idea de captar y plasmar un objeto que no era un ser humano o un paisaje supuso toda una novedad. Pero que además unas frutas, unas flores, animales de caza, un simple vaso de cristal o un plato de loza fueran los protagonistas de un lienzo resultó ser toda una revolución. Hasta entonces, esos “pequeños detalles” siempre habían formado parte de un conjunto pictórico mayor donde el protagonismo lo tenían los personajes que aparecían. El artista Alexei Antonov ha vuelto a resucitar este género gracias a sus virtuosas dotes pictóricas, aunque adaptándolo a la realidad actual.

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Nacido en Rusia en 1957, desde que era un renacuajo de dos o tres años disfrutaba pintando sobre las paredes de su casa con el pintalabios de su madre. Obviamente, su madre no debía de disfrutar mucho con el hobby de su pequeño, sobre todo por el estrés que le debía de suponer esconder su set de maquillaje y no dejarlo a la vista de Antonov. Su pasión por el dibujo le llevó a tomar clases de arte y de canto, otra de sus pequeñas aficiones, y a estudiar en la Escuela de Artes de Baku. Allí tomaría contacto con la pintura realista, impresionista y abstracta. Después complementaría su formación en el Instituto de Diseño de Moscú.

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Sus primeros pasos en la profesión serían como diseñador gráfico e ilustrador para revistas de la agencia Novosti, así como posters de grupos de pop y rock de los ochenta. Sin embargo, su necesidad de ampliar sus conocimientos sobre pintura clásica, sobre todo los maestros Rubens y Van Dyck, le llevó a ponerse en contacto con el artista Nikolai Shurigin, del que aprendería su técnica pictórica. Un viaje a Italia para conocer de primera mano la pintura clásica sería el punto de partida para empezar a exponer sus obras en museos y galerías de su país como artista individual. Pero fue su llegada a los Estados Unidos en 1990 lo que propició que sus obras empezaran a ser solicitadas por coleccionistas privados a nivel mundial.

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Sus obras abarcan desde retratos pasando por paisajes hasta llegar a naturalezas muertas, que conforman la mayor parte de su catálogo. Sus bodegones se caracterizan por emplear frutas, flores, elementos de uso cotidiano e incluso algunos que nos dan una pista sobre su país de procedencia. Su pincelada es suave y delicada, lo que se ve acentuado por el uso de colores cálidos y tonos pastel. La importancia de sus pinturas reside en el detalle y en ir desmenuzando poco a poco los elementos que conforman la obra pero que a su vez forman el todo. Sin embargo, el espectador puede apreciar una sensación de frialdad o distanciamiento con el objeto representado y que recuerda sutilmente las obras del Neoclasicismo. A pesar de ello, sus paisajes resultan mucho más vivos y llenos de movimiento gracias al empleo de las técnicas impresionistas y abstractas aprendidas durante su juventud.

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Antonov resulta así un artista que es capaz de aunar diferentes técnicas, géneros y elementos en sus obras sin perder la unidad con el todo y de expresarlo con ambas manos. Puede que ser ambidiestro no tenga que estar ligado a ser un gran genio de la historia, pero lo que no cabe la menor duda es que su capacidad de expresar lo que hay en su interior y de plasmarlo lo hace con todas las posibilidades y destrezas que ambas manos le permiten, algo de lo que seguro Leonardo Da Vinci estaría encantado.