No era de extrañar que Damien Chazelle se viera obligado a ampliar la partitura de su primer Whiplash al verse ganador del premio a mejor cortometraje en el Festival de Sundance del año pasado.
No era de extrañar, como decimos, pero sí que es de agradecer que lo haya conseguido, porque vamos a estar recordando esta obra maestra durante más tiempo del que podamos llegar a adivinar. En un año de cine que ha tenido revelaciones como Boyhood, Whiplash se presenta como un golpe inesperado que te deja noqueado.
En la película, un obsesivo Andrew (Miles Teller), estudiante de primero en el conservatorio, se deja la piel (literalmente) por llegar a ser alguien dentro del mundo de la música jazz. A su lado (aunque casi literalmente podríamos decir “encima” de él), está un violento, perfeccionista, manipulador, prepotente y cruel Terence Fletcher (J.K. Simmons), dueño y señor de la banda del conservatorio en la que es aceptado Andrew por el propio Fletcher. El profesor, déspota y maltratador, incide una y otra vez en mecanismos violentos con el único motivo de poner a sus alumnos al nivel que considera oportuno en cada momento. “A su tempo”
Whiplash se mueve inteligentemente entre los golpes de batería, el montaje frenético y la contrastadísima fotografía de Sharone Meir. La película de Damien Chazelle es perfección, es ritmo milimetrado, es tempo, como diría el exquisito J.K Simmons. Es una orquesta absolutamente coordinada con cero notas fuera de lugar. Es un chorreo incesante de escenas para el recuerdo, muchas de ellas devastadoras, protagonizadas por dos actores en puro estado de gracia, especialmente Simmons, impredecible, imponente, ni una mirada a destiempo, capaz de acongojar a la sala entera, haciendo el papel de su carrera.
Es precisamente la magistral labor de J.K Simmons y de Miles Teller lo que permiten respirar a la película al ritmo que le da la realísima gana, recreándose en las escenas musicales en lugar de tener que acortarlas por miedo a aburrir al espectador. La exquisitez, la paciencia y a la vez la intensidad con la que se permite rodar Chazelle es del todo abrumadora.
Mucho se ha hablado y se hablará de los procedimientos metodológicos y didácticos que plantea la película de Chazelle, en la que se muestra una serie de refuerzos directamente negativos e incluso violentos a nivel tanto psíquico como físico, como único método para llegar a alcanzar la perfección y la excelencia musical.

Sin embargo, menos se ha hablado de algo que también plantea Whiplash, y que, permítanme decirlo, plantea el dilema y mensaje principal (y más peligroso) de la película: el propio ansia incontenible de éxito del joven Andrew, ¿adicción quizás?, hasta dónde es capaz de llegar y lo que es capaz de abandonar tan sólo por conseguir ese éxito que cree que merece. De la mano casi diabólica de Fletcher, un hombre mitad violento por naturaleza y mitad decepcionado con el mundo porque ya nada cuesta esfuerzo, y con Buddy Rich y Charlie Parker como músicos de inspiración mayúscula, la vida de Andrew se transforma en un frágil hilo que va desde la felicidad absoluta (al ser admitido en la banda) hasta la depresión y la obsesión enfermiza, pasando por el desconcierto y la auto exigencia extremísima; un bucle sin fin que desestabiliza emocionalmente a Andrew hasta el punto de acabar con sus relaciones personales y familiares en un intento de ruptura absoluta con todo lo ajeno al mundo de la música; un mundo por y para el que vive Andrew, en el que no importa el trabajo psíquico o físico, ni tampoco el nivel de sacrificio. Un mundo donde el afecto no tiene cabida pero donde sin embargo cada golpe, cada gota de sudor o de sangre significan un paso más hacia la maestría, y donde solo al final somos conscientes del ejercicio al que hemos tenido la suerte de asistir.
Whiplash es fantástica porque está hecha más con el corazón que con la cabeza. Hubiera sido fácil que resultase un bodrio absoluto, sin embargo, dentro y fuera del terreno musical habla de muchas cosas. Es fantástica porque no hemos ido nunca a un conservatorio, pero por más o por menos podemos sentirnos algo identificados. Porque no hemos sido maltratados, pero podemos imaginar lo que se siente. Porque no hemos intentado ser bateristas de jazz de éxito, pero hemos intentado prosperar en nuestras profesiones. Porque no hemos tenido a Terence Fletcher de profesor, pero hemos tenido jefes parecidos (y reales). Porque no nos han humillado en medio de un auditorio, pero quizás lo hayan hecho en medio de la clase. Porque, nos guste o no, la lucha de egos es algo tan profundo e inherente a nosotros que siempre estará presente en cada uno. Y porque no hemos tropezado varias veces con el sacrificio de la música, pero hemos tropezado varias veces con otros sacrificios peores.
Y sí, Whiplash también es impredecible, como la vida misma.
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