¿Cuándo decidiste que como hombre estaba mal visto llorar en público?
¿Cuándo decidiste que como mujer tus pelos en las piernas eran algo de lo que avergonzarse?
¿Cuándo decidiste que no podías llevar falda siendo hombre?
¿Y cuándo decidiste que como mujer no podías tener conductas agresivas y debías mostrarte dulce y cariñosa?
¿Recuerdas cuando lo decidiste? ¿Cuándo decidiste si eras rosa o azul?
¿O es que acaso no tuviste la oportunidad de hacerlo?
La identidad de género es una construcción social, y eso quiere decir que se construye, que no viene dada o impuesta por la naturaleza y que tiene mucho que ver con lo que marque la sociedad del momento.
El género (femenino o masculino) es el sexo social, no tiene que ver con lo que muestre tu cuerpo, ni con las características físicas ni genéticas, sino con el modelo social que adquirimos, y suele estar íntimamente relacionado con los papeles o roles que tradicionalmente se les coloca a hombres y a mujeres, ya que se refugia en los estereotipos de género.
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Pero los estereotipos de género son ‘categorías’ que nos ayudan a organizar el mundo dentro de nuestra mente, para eso sirven. No para manejarlos como normas o reglas que debamos cumplir o grabar a fuego en nuestros corazones.
Exigencias que nos colocan en el punto de mira, que nos obligan a pensar, actuar y sentir de una forma determinada, sin dejar fluir lo que naturalmente brota de cada uno de nosotros.
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Cuando el estereotipo se transforma en norma, nos convertimos en su prisionero. El género impuesto socialmente se convierte en nuestro carcelero. Por suerte es un carcelero que podemos deconstruir, que podemos borrar y elegir.
¿Por qué empañarse entonces en decirle al de al lado si debe sentirse o actuar en base al rosa o al azul? ¿Y qué pasa cuando nos sentimos mitad azul, mitad rosa y a ratos morado?
¿No sería más divertido un mundo construido ‘con paleta de colores’?
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