El 2019 va a ser, sin duda alguna, un año de muchas conmemoraciones. Entre otras, la del quinto centenario de la muerte del célebre artista Leonardo da Vinci y el segundo centenario de la inauguración del Museo del Prado. Dos acontecimientos muy relacionados entre sí. Ambos se enmarcan dentro del ámbito de la pintura y el segundo recoge las obras de otros artistas renacentistas del Quattrocento y el Cinquecento italianos. El Renacimiento está sí más vivo que nunca y no está de más hacer una visita a alguna de las exposiciones que se celebran con motivo de sendos centenarios.
Elizabeth Siddall a la izquierda de la imagen, como Viola de Walter Deverell.
Sin duda alguna, el Renacimiento marcó un antes y un después en el mundo artístico de la Europa de los siglos XV y XVI. Aunque, siendo justos, esa revolución no hubiera sido posible sin los artistas góticos como Giotto o Duccio o los pintores flamencos, como el Maestro de Flemalle o Jan van Eyck. Durante el siglo XIX, en la época del arte neoclasicista, un grupo de artistas alemanes, encabezados por Friedfrich Overbeck y Franz Pforr, volvieron sus ojos hacia los artistas del Quattrocento, buscando una ruptura con el arte academicista clasicista que se había instaurado en la pintura, por aquel entonces. Sin embargo, este grupo, conocido como los Nazarenos, acabó disolviéndose aunque no así sus principios renacentistas. Éstos serías recuperados, unas décadas después, por los conocidos Prerrafaelitas.

Tres artistas de fuerte personalidad, Dante Gabriel Rossetti, William Hunt y John Millais, fueron los fundadores de este grupo pro-renacentista, donde los modelos medievales anteriores a Rafael fueron el punto de partida de una estética muy particular. Las temáticas predilectas eran las escenas pastoriles con un trasfondo moralizante, las escenas religiosas y las protagonistas shakespearianas. Una de las obras más famosas, que incluso ha desatado algún meme que otro, es la conocida Ofelia de Millais. Esta obra es conocida por representar la escena en que Ofelia, rechazada por Hamlet, decide suicidarse tirándose a un río y ahogándose en él.

Sin embargo, las primeras obras prerrafaelitas tienen un punto común: la musa escogida para su realización fue Elizabeth Siddall. A ella, la musa que sufrió todo tipo de calvario en pos de la representación artística, es a la que queremos homenajear en este texto. ¿Qué sería de los artistas sin las musas? Sí. Esas criaturas que se prestan a dejarse retratar para la posteridad y encontrar su momento de gloria entre óleos, barnices, pinceles, lienzos y bastidores. Sin la labor encomiable de la musa, la inspiración no sería posible para el artista. Pero lejos de esa visión edulcorada y romántica de la musa que los textos han querido retratar, el papel de musa es mucho más conflictivo de lo que se cree.
La copa del Amor, por Millais. Donna Vanna, por Millais.
Elizabeth Siddall era una joven de clase trabajadora que era modista en una sombrerería londinense. Un día el destino quiso que conociese al pintor Walter Deverell, un amigo de Millais, que necesitaba una modelo para encarnar a Viola, en su obra Duodécima noche. Para la joven, modelar significaba conseguir dinero extra para poder vivir. Y si podía compaginarlo con su empleo en la sombrerería significaría tener dos sueldos para mejorar su forma de vida.
Elizabeth Siddall, boceto para Rossetti. Aran Maza, de Rossetti.
A través de Deverell, Siddall conoció a Millais, el cual quedó prendado de su rojiza cabellera, su delgadez y su belleza, y la eligió como su Ofelia particular para protagonizar su obra. A la joven, quien adoraba las obras de Shakespeare y Walter Scott, pudo en cierta medida convertir su pasión por estos escritores en algo mucho más real. Lo que no conocía es que esa pasión podría convertirse en enfermedad. Siddall estuvo posando durante cinco meses dentro de una bañera para que Millais pudiera representar a su Ofelia. Y aunque compró lámparas de calor para mantener la temperatura del agua y que Siddall no pasara frío, un día las velas de las lámparas se apagaron y Siddall enfermó de neumonía. El padre de Siddall le exigió a Millais que corriera con los gastos médicos de la joven hasta que se recuperara. Y Millais así lo hizo. Pero Siddall volvería a sacrificar su salud y su físico, una y otra vez, por el bien de la pintura.
Regina Cordium, por Rossetti. Elizabeth Siddall, por Rossetti.
Incluso Millais sufríó en carnes las inclemencias del aire libre durante esos cinco meses pintando a orillas del río Hogsmill el escenario de la obra, pero evitando la lluvia, el viento o los bichos. Con todo y con eso, el propio Millais dijo que ese era el peor castigo que le podían dar a un malhechor antes que la horca. No sabemos si a Millais le mereció la pena tanta calamidad, tanto suya como de Siddall, para que su obra viese la luz. O si Shakespeare merecía tal devoción. Sin embargo, esta obra se convertiría con el tiempo en la pieza fundamental de Millais y los Prerrafaelistas.

La vida de Elizabeth Siddall daría un giro, y no precisamente positivo, cuando conoció a Dante Gabriel Rossetti y se convirtió en su amante. Durante sus años con Rossetti se dedicó a dibujar, pintar y, ante todo, a escribir. Sus escritos fueron muy bien recibidos por la crítica y sus obras promocionadas por John Ruskin, el conocido escritor y crítico de arte tan afín a los prerrafaelitas y su movimiento. Sin embargo, Siddall se dio cuenta que la vida de mujeriego de Rossetti podría dar al traste con su relación. Es cierto que Siddall consiguió llevar al altar a Rossetti. Pero también que Rossetti tenía en mente a una nueva musa para sustituirla, Fanny Cornforth. Ella ya sabía lo que ello suponía. Sus depresiones empezaron a ser constantes y su frágil salud iba empeorando. Sólo el láudano conseguía sacarla de sus tristezas habituales hasta que una noche, después de haber sufrido el nacimiento de su hija muerta y estando embarazada del segundo, se le fue la mano con el láudano y acabó con su vida.
Elizabeth Siddall trabajando, por Rossetti. Elizabeth Siddall trabajando, por Rossetti.
Rossetti enterraría junto con los restos de Siddall sus poemas y sus obras escritas durante su período con ella. No sabemos si, en el fondo, se sentiría culpable, en parte, del suicidio de la joven. Puede que, de esa manera, enterrara o diera por zanjada una etapa de su vida, intentando alejar el fantasma del pasado para así iniciar una nueva época. Lo que no cabe duda es que sus amantes posteriores guardaban, físicamente, cierta similitud con Elizabeth Siddall. Siddall aprendió a ser musa pero también el precio que conlleva esa carga. La belleza de Siddall iba a ir disminuyendo con el paso de los años. Y su rol de musa iría siendo sustituido por alguna otra joven. Sin embargo, supo sacar rédito a sus capacidades y a la influencia del círculo en el que se movía. Entendió que la belleza es efímera en la vida y que sus habilidades para la pintura y la escritura estaban abriéndole un nuevo rumbo dentro de los prerrafaelitas. Pero su falta de confianza y de credibilidaden ella misma fue la que le abocó a su propia muerte. Nosotros somos nuestro peor enemigo. Y Elizabeth Sidall fue, a través de sus depresiones, su propio verdugo. Un triste final para la musa prerrafaelita que fue capaz de brillar más allá de su belleza.
Deja una respuesta