Es una de nuestras películas favoritas de 2012. Dos críos preadolescentes: un tanto marginado boy scout y una niña de dulce apariencia y mucho carácter se encuentran casualmente en un escenario que recrea maravillosamente el mundo de fábula en el que todos creemos vivir cuando somos niños.
Una obra tan cinematográfica como pictórica, una historia sobre el amor más puro: el primero. Un amor prohibido, un amor inocente (aunque a veces no tanto) que planta cara al sinsentido y la opresión del mundo adulto. Un amor cuya locura va de la mano con la locura de los padres de nuestros protagonistas.
«Me gustan las fantasías. Esta no es una historia que yo o alguien cercano haya vivido, pero sí es como a mí me hubiese gustado que pasara. En la película, Suzy lee muchos libros infantiles y Moonrise Kingdom podría ser cualquiera de esos. Es una historia sobre lo que significa enamorarse de niño, de lo que significa el primer beso, y está contada desde esa perspectiva» – Wes Anderson
No hace falta decir más. Una fantasía. Una fantasía de principio a fin, desde el minuto 1 hasta los créditos, que son toda una lección magistral para aquellos menos puestos en el tema de la música instrumental.
Dejando de lado el (genial) guión de la película, sin duda una de las cosas que la hace más especial es su escenografía: ángulos perfectos y colores vivos nos atrapan ya en la primera escena, en esa quieta perfección que transmite la casa de Suzy, donde (hay que decirlo) Wes Anderson consigue que el espectador piense que está más dentro de una casa de muñecas que en cualquier otro lugar. Lo consigue moviendo la cámara de manera horizontal por un extenso decorado sin barreras y meticulosamente atrezzado. La casa de Suzy sería una maqueta perfecta, de no ser por los tres hermanos pequeños que se esmeran en hacer de eso…de hermanos pequeños.
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Hay una particular sensibilidad impregnada en toda la película. Los personajes viven en una realidad que por momentos puede parecer aislamiento, transmitir soledad o melancolía, y por momentos alegría, vivacidad o energía.
Así era también una de las etapas de la pintura de Edward Hopper, uno de los expresionistas abstractos del 1900. Algunas de las características de Hopper y de Wes Anderson son coincidentes: formas geométricas grandes, colores planos, primarios o luces y sombras muy determinadas son algunos ejemplos. Por no mencionar que las líneas fuertemente marcadas son a Edward Hopper lo que son a Wes Anderson los movimientos de cámara horizontales y verticales en paralelo al suelo.
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Predominan los colores rojos y anaranjados cuando hablamos de la protagonista, Suzy. Colores vivos inundan su espacio, su vestuario es alegre pero ella parece ser una persona mucho más enigmática, quizá algo fría, un poco insegura pero testaruda ¿cómo sino una niña como ella escaparía de casa por amor?
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Nada de colores rojos cuando hablamos de nuestro otro héroe protagonista: un boy scout llamado Sam Shakusky asentado en el Campamento Ivanhoe. Colores tierra bañan el campamento en su totalidad incluida, claro, la vestimenta de Sam y todos los habitantes scout.
Colores tierra y, por supuesto, el amarillo ya típico de las películas de este director. Color que representa la inteligencia, la alegría y la originalidad. El amarillo empieza siendo algo ligero y acaba siendo el color predominante en todas las escenas en las que Sam está presente. Al principio sólo su pañuelo es amarillo, pero conoce a Suzy y también su traje de gala es amarillo, su tienda de campaña es amarilla, la casa de sus padres tiene una cocina completamente amarilla, hasta la maleta de Suzy es amarilla. Y también otro detalle al final de la película que preferimos no desvelar.
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El momento del encuentro de los dos niños para su posterior escapada juntos, ocurre en un terreno neutral para ambos. Así, no podía ser de otra manera, los tonos entre los que transcurre la escena también son neutrales. Anderson hace especial incapié en que nada destaque más que Sam y Suzy. Los niños, se encuentran absolutamente solos en este escenario desierto. Perfectamente podríamos decir que ambos niños están dentro de un paisaje de Hopper, cuyas pinturas también se caracterizan a menudo por incluir pocos o ningún personaje.
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A partir de este encuentro, el viaje de los protagonistas transcurre entre bosques, cortados de piedra, senderos perdidos y arroyos. Así, hasta llegar a la meta, su idílico escenario de amor, su porción privada de tierra, su escondite perfecto: una pequeña cala, su “Moonrise Kingdom”.
Tanto Hopper como Wes Anderson en algunos momentos de la película iluminan sus escenas con esa bruma impresionista que caracterizaba al precursor de este movimiento: Monet. Hopper y Anderson vuelven a coincidir en una mítica secuencia de la película, a ritmo de Le temps de l’amour de Françoise Hardy.
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Hablando de música, tanto la banda sonora instrumental (de un maravilloso Alexander Desplat) como el resto de temas que suenan en la película y el montaje son sobresalientes y consiguen darle un ritmo único a la película.
Lo que ocurre más tarde en el resto la cinta, no lo desvelaremos.Veanla. Nos atrevemos a adelantar que sufrirán un bonito regreso a la infancia durante hora y media.
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