Romper con las normas establecidas siempre ha sido una constante en el mundo del arte. Cada nuevo estilo que fue surgiendo fue el resultado del “cambio” propiciado desde alguna nueva mente, o mentes, creadora que supo convertir lo existente en algo nuevo y diferente. El ejemplo más claro tuvo lugar con la exposición de artistas independientes, celebrada en París en 1873, con la que se rompía con el academicismo establecido en el Salón de París y con el arte “oficial” para así dar paso a un movimiento que fue de los más fructíferos y que fue bautizado como Impresionismo. El panorama artístico actual no ha cambiado mucho  con respecto al siglo XIX y se necesitan artistas que sepan “romper” con lo establecido, como lo ha hecho el pintor ruso Gleb Goloubetski.

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Nacido en Omsk, en el año 1975, su abuelo era un famoso arquitecto ruso y su padre un artista consagrado que falleció a principio de los ochenta. Su madre regenta una galería de arte desde hace años en su ciudad natal. Es lógico que al vivir rodeado de arte por todos lados se decidiera a ingresar en la Academia de San Petersburgo a la edad de 15 años para empezar su preparación como pintor, aunque sus destrezas eran notables desde niño. Posteriormente, completó su formación al lado de Valerij Kullkov para después empezar a viajar por diferentes países, como Egipto, Maldivas, Brasil, Grecia o Italia, y así poder profundizar en conceptos tan sutiles como los contrastes de luces y sombras, el paisaje, las pinturas de interiores o la arquitectura.

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Su vida actual transcurre entre Londres, Praga y Berlín, donde su trabajo está presente en numerosas galerías de arte para su venta al público. Incluso su talento ha sido requerido por importantes coleccionistas que han adquirido algunas de sus obras y forman parte ya de importantes colecciones privadas. Sus pinturas están muy lejos de la corriente hiperrealista actual y se acercan más al estilo impresionista que imperó durante el siglo XIX. Puede que ese sea el secreto del interés que suscita su pincel.

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La figura humana no es importante en sus representaciones, donde la escena en la cual se desarrolla ocupa el plano principal para dejar el protagonismo a los elementos que la integran. En el interior de una estancia, una silla puede ser el elemento más elegante de todo el conjunto; en el exterior de una casa, un buzón, una bicicleta de paseo apoyada en la pared y la puerta de entrada pueden convertirse en lo más pintoresco para ser representado. Sin duda alguna, el detalle, la sutileza de dirigir la mirada del espectador hacia los elementos del día a día que pasan desapercibidos, el color, los contrastes y la ausencia de presencias humanas consiguen focalizar la atención y dar valor a lo que muchas veces no se tiene tiempo de contemplar, recuperando el valor de las naturalezas muertas que en el siglo XVII se pusieron tan de moda y que ahora están representadas por todo lo cotidiano.

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La búsqueda de las sensaciones queda patente en cada pincelada de color que conforma su obra, pero ante todo domina la reflexión, la calma e incluso la imaginación del espectador que, a través de estas imágenes, es capaz de crear espacios, vivencias y escenas para su propio disfrute.