Durante estas últimas semanas, el tiempo climático parece haber adelantado la llegada de la primavera, con unas temperaturas cálidas que permiten realizar todo tipo de actividades al aire libre. Es cierto que esa calidez no es del todo propia del invierno y, seguramente, ese frío que no ha llegado tendrá que hacer su manifestación en algún momento. Sin embargo, durante estos días podemos fijarnos en cómo los árboles empiezan a llenar sus ramas de incipientes hojas que darán color a la primavera, almendros en flor que decoran con sus tonos blanquecinos y morados muchos de nuestros parques y jardines, e incluso los diferentes tipos de aves que sobrevuelan nuestro lugar de residencia están en pleno acto de cortejo para garantizar su continuidad genética en el futuro.

Ese arte del cortejo no deja de ser curioso y variopinto, si se observa con detenimiento. Se podría decir que el mundo animal no ha perdido ese placer de seducir a su futura pareja, con un sinfín de fórmulas que tiene como finalidad última el apareamiento. Estos actos de seducción hacen volver la mirada a una época en que la galantería y el juego eran necesarios para conquistar y llegar al corazón de una mujer o un hombre. Esa época es conocida por un estilo decorativo que fue fruto de los cambios sociales que surgieron con la aparición de la llamada burguesía. El Rococó nace así como reacción al exceso de grandiosidad y aparato del Barroco, buscando una alternativa más intimista frente al rígido protocolo francés y el excesivo ceremonial, casi teatral, en su puesta en escena.

Francia se convertiría en la cuna del Rococó y allí es donde encontramos las más importantes manifestaciones de este estilo. El arte de la seducción fue otra de las manifestaciones de este estilo, que se llegaría a convertir en un completo estilo de vida. ¿Cómo un estilo puede convertirse en una forma de vida? Sencillo. Cuando la aristocracia y la corte son un estrato de la sociedad abundantemente rica el mayor problema para ellos es el aburrimiento. Y para matar el aburrimiento no hay nada más que crear cualquier tipo de divertimento.

Por ello, el amor se convirtió en todo un juego para matar ese aburrimiento, una estrategia para llegar a la persona amada y conseguir sus favores carnales. Pero no se trataba de un juego sencillo. Contra más complicada fuera la estrategia de seducción mucho más divertido resultaba la seducción. Y este juego se convertiría en todo un protocolo de sociabilidad, cultivada a través de experiencias placenteras que tenían lugar en ambientes placenteros y lujosos.

Esos ambientes disponían de una decoración rococó sensual y lúdica. En aquel siglo XVIII, tener una cuenta bancaria considerable se manifestaba a través de las posesiones y su decoración, que era muestra de una sensibilidad refinada acorde con el poder social y político que se ostentaba. El mobiliario, las joyas, la moda, las paredes, los techos, los exteriores de los edificios, los jardines… todo y cada uno de los detalles debían ser la expresión de esa opulencia de la que se presumía. El refinamiento y la exquisitez se mostraban incluso en los gestos cotidianos. Se podría decir que casi era una competición para ver quién era el más galante de toda la aristocracia. Y decimos toda la aristocracia porque nadie podía ser más galante que el rey o la reina.

Los objetos se habían convertido así en una extensión del cuerpo humano. Cada habitación de un palacete estaba destinada a una función y según ésta su decoración debía ser apropiada. Así, por ejemplo, los gabinetes se revistieron con decoraciones exóticas, imitando a la porcelana China, ya que lo oriental resultaba nuevo, diferente, fascinante y caro, y el uso de este espacio era de tipo íntimo y personal. Sin embargo, el elemento clave de cualquier habitación del palacete resultaba ser el espejo. El juego del galanteo debía contar con este instrumento tan poderoso a la hora de desplegar las artes de la seducción. El espejo debía estar estratégicamente colocado para poder observar todos los detalles de la habitación. Con ello, se conseguía ver todo sin ser visto, curiosear quién llegaba o quién abandonaba la sala, observar al hombre o a la mujer que interesaba conquistar de una forma sutil y desapercibida.

Pero todavía queda un detalle que añadir a este juego de la seducción: los perfumes y la música. El deleite de los sentidos no estaría completo sin una música, apropiada para el baile y para poder entablar ese primer acercamiento hacia la persona que nos ha encandilado, y un perfume delicado, embriagador y seductor, que pueda dejar una huella única e imborrable. Los olores son como una marca genuina de cada uno de nosotros. A cada uno le queda bien una fragancia determinada y a cada uno le resulta más cómodo un tipo de olor que otro. Con ello, el aroma era la seña de identidad que podía distinguir a una dama o un caballero en la distancia corta. Y si una dama accedía a otorgar su pañuelo a un caballero quería que ese caballero no se olvidase de su olor, ni de ella.

Por ello, cada uno de los cuadros de artistas como Boucher, Fragonard, Watteau o Quentin La Tour nos habla de la experiencia galante, en escenarios diferentes, mostrando retratos de la alta sociedad de la época. Unas obras delicadas, coloridas, dulces, tranquilas, despreocupadas, donde lo que importa son el escenario, los trajes, las posturas, las actitudes, que nos hablan del galanteo. Obras literarias como “María Antonieta” de Stefan Zweig o “La Casita” de Jean François de Bastide, o la famosa película, protagonizada por John Malkovich, Glenn Close y Michelle Pfeiffer, “Las amistades peligrosas” ambientan muy bien el concepto del amor galante, así como la sociedad, su trasfondo psicológico y cultural y la moral imperante de un tiempo que terminará con la aparición de Napoleón y la Revolución Francesa.

Cierto es que cada tiempo tiene sus normas y sus maneras, pero poco queda en el juego del amor de esas formas galantes, mucho más formales, lúdicas, eróticas, coquetas, discretas y capaces de encender pasiones, que de las actuales, desprovistas de todo tipo de sensualidad, delicadeza y cortesía.