Sus mejores amigos eran un boli y un papel; al menos todavía le quedaba el brazo derecho para seguir escribiendo.
¿Conocéis la historia de cómo perdió el brazo izquierdo?
Un día se lastimó, tenía una herida que le dolía de forma intermitente, cada día. A veces se sentía muy feliz porque estaba aprendiendo a vivir con esa cicatriz constante, sólo le daba calambrazos de vez en cuando.
Sin embargo, un día el dolor fue demasiado. Tan intenso y tan profundo que, tras meditarlo y haciendo de tripas corazón, se rebanó el brazo de cuajo. No podía aguantar más.
Así, mutilada y sin brazo, lloró y sangró hasta que consiguió suturar la herida. Sabía que no volvería a ser la misma persona. Se convenció de que se acostumbraría; tal vez, con el tiempo, conseguiría una de esas piezas ortopédicas que le ayudaría a manejarse mejor, aprendería a hacer las cosas de otra forma.
Le dolía mucho, a veces incluso le despertaban los fuertes pinchazos en la sutura.
«Se pasarán. Mejor un dolor agudo puntual que un dolor crónico», se decía.
Esa noche se fue a dormir tarareando una canción que le hizo sonreír «Here, There, Everywhere» de The Beatles. Era consciente de que había perdido un brazo, pero quizá (ojalá) había ganado una nueva vida.
Se desprendió de aquello que tanto quería pero que tanto le daño le hacía.
¿Y tú? ¿Has tenido que hacerlo alguna vez?
¿Cuántas veces mantenemos relaciones que nos hacen daño porque sentimos que somos incapaces de irnos o dejar ir? Pensamos que el dolor que vamos a padecer al sufrir la pérdida de esa persona que tanto queremos será demasiado grande, nos negamos a renunciar a lo que nos aporta, creemos que sigue mereciendo la pena luchar. Lo intentamos una y otra vez, pero algo no termina de encajar, no estás completamente cómodo ni feliz pero “¿y si…?”
¿Por qué continuar? ¿Qué nos empuja a quedarnos?
Confiamos en que esa persona o esa relación cambiará, queremos, lo deseamos y por eso lo peleamos contra viento y marea desgastando nuestras fuerzas en el intento. “Si cambiara podríamos ser felices”, “las cosas pueden mejorar”, pero la realidad es que, a pesar de todo el esfuerzo, el puzzle no termina de encajar. No estás siendo todo lo feliz que podrías y la energía que necesitas para serlo se pierde en el “todo vale por amor”.
Imagina una cuerda atada a tu muñeca. En un primer momento no aprieta, nos brinda incluso cierta seguridad: si tropiezas tal vez te ayude a mantenerte en pie y no caer. Sin embargo, esa cuerda se va estirando cada vez más por el uso y ya no resulta tan cómoda; de hecho, por miedo a que se nos escape y perdamos lo que nos ofrece, la agarramos con más fuerza aún, tanto, que acabamos tirando de ella hacia nosotros. La cuerda se tensa, cada vez nos aprieta más; la seguridad que te brindaba se desvanece, comienza a dejarnos marcas en la piel y a cortarnos la circulación. Hace daño y duele.
Cierra los ojos por un segundo, deja de tirar de la cuerda. El miedo a perderla te paraliza, te impide soltarla. Pero consigues sacar valor del mismo sitio de donde sale todo el daño, todas las lágrimas que el tira y afloja ha vaciado y… Sueltas. El miedo sigue ahí pero comienzas a sentir la sangre fluir por tu mano de nuevo, puedes ver las rozaduras que te ha provocado la cuerda.
Amor sí, pero ¿a qué precio?
¿Por qué no soltar antes?
¿De qué miedo nace la cuerda? ¿Qué miedo se esconde detrás (de ti)?
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