Hay infinidad de maneras de calificar una película, infinitas opiniones cuando la gente abandona su butaca; en la variedad está el gusto y eso no lo vamos a negar. Algunos se tomarán Boyhood como un mero ejercicio de dirección de actores (brillante, si se me permite decirlo), otros se tomarán la cinta como un largometraje fácilmente prescindible y demasiado largo. Algunos llevarán al máximo las críticas de prepotencia y presuntuosidad de Linklater y, otros, valorarán la película como un ensayo brillante. De lo máximo a lo mínimo y de lo brillante a lo tedioso podemos discutir hasta el infinito y más allá. Pero lo cierto es que nadie puede negar que Boyhood es diferente a todo lo que ha pasado por nuestra retina hasta la fecha. Una película única que, para una servidora, no intenta responder de manera más majestuosa de lo que puede el dilema que plantea: el paso del tiempo y de la vida en general. La imposibilidad de volver atrás.
No es novedad que el director es un firme creyente de que el tiempo lo es todo y es lo que hace al cine. Ya inventó un tiempo que duró 3 películas y nos contó una de las historias de amor más bonitas y más necesarias de los últimos años en la trilogía de Before…. No. No es que el último título de Richard Linklater sea único por lo que cuenta, pero sí que lo es por cómo lo cuenta; y es que en Boyhood, el director juega a dibujar 12 años de sucesos en la vida de un pequeño llamado Mason (Ellar Coltrane), retazos de un montón de instantes filmados en tan solo 39 días de rodaje que fueron repartidos a lo largo de la friolera de 12 años.
Dejando a un lado el nivel de implicación por parte tanto de equipo como de actores (Ethan Hawke y Patricia Arquette, madre y padre del pequeño Mason, bajaron su presupuesto para participar en el film), y las más que posibles complicaciones que pudieran surgir en la producción durante esos 12 años, es posible que la fuerza y la grandeza de la película radique en dos cuestiones innegables: la primera es que los instantes filmados por el director ni por asomo son los momentos más importantes en la vida de Mason pero, sin embargo, sí que son momentos decisivos por su naturalidad y por su simpleza y, precisamente esto, es lo que consigue involucrarnos emocionalmente. La historia de Linklater no se rige por los puntos de inflexión, el hilo narrativo transcurre en línea recta, sin excesivas florituras ni momentos de carga dramática. No hay grandes triquiñuelas, ni incógnitas. Directamente, no hacen falta.
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La segunda de estas cuestiones es la sutileza con la que se suceden estos momentos. Boyhood es una narración con transiciones prácticamente invisibles, perfectamente bien armada y con saltos imperceptibles (obviando, claro, los cambios físicos de los personajes) simplemente señalados mediante elementos ajenos a los protagonistas, pero siempre presentes en la historia: la política y la música que impregna toda la película.
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Tampoco Richard Linklater se molesta en hacer de la película más de lo que es (que ya es mucho), no hay ningún alarde, ninguna escena que pueda salir de todo en el conjunto de una realización que brilla por su simpleza, en pequeñas escenas sí, pero sin adornos.
Hay un momento en la película en el que dos personajes hablan de si “nosotros atrapamos el momento” o “el momento es el que nos atrapa a nosotros”. Tras un par de cortas frases y algún que otro titubeo, ambos concuerdan que más bien es lo segundo “es como si siempre fuera ahora mismo…” dicen. Somos presas de un instante, de un momento, de un “ahora mismo”, de un “aquí” infinito, para siempre, que en realidad no termina de diferenciarse y se sucede tan rápidamente como pasan los minutos en la película. Como el paso de un tiempo que no se puede controlar y que acaba por cazarnos a nosotros en lugar de ser al revés. En Boyhood, fuera de todo pronóstico, este paso del tiempo es tomado por Mason de manera menos nostálgica de lo que cabría imaginar. Ahora bien, cómo lo viva interiormente cada uno, es otro tema.
Han pasado 3 horas desde que vimos por primera vez al pequeño Mason observando curioso el cielo. ¡Miren! un pequeñísimo intervalo de nuestro tiempo que equivale a 12 años en la vida de Mason. 3 horas que se nos han pasado volando porque realmente fascina ver lo que realmente podría ser nuestra propia vida en la gran pantalla, ¿verdad? El mago Linklater cierra el telón habiendo conseguido meterse de lleno en nuestras entrañas y hacer un total recorrido por nuestra infancia, nuestra madurez y nuestra vida en general, removiendo cada una de las piezas de nuestro puzzle más íntimo y particular. Richard Linklater se despide con la certeza de saber lo que ha hecho y, además, nos deja la prueba más evidente de ello: la ruptura de la cuarta pared, con esa desafiante mirada de Mason al espectador en el último segundo de metraje. Y con un nudo en la garganta, una incómoda sensación de melancolía y un mayúsculo repaso emocional a nuestra vida, nos deja Linklater, a cada uno con lo nuestro… Y a reposar se ha dicho.
Sé que me quedo corta expresando lo que se siente al ver Boyhood pero es que, lo siento, no se puede. Es una experiencia. Hay que tocarla.
Pepe
Aburrida es poco… ni la he podido acabar de ver… el guión lo podría haber escrito un niño de 13 años..